domingo

SANDINO NÚÑEZ - EL DESENCUENTRO / LA DIALÉCTICA, EL VIRUS RESIDENTE DEL CAPITALISMO Y EL FANTASMA DE LENIN


PRIMERA ENTREGA

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Siempre me intrigó, como a tantos, el episodio del retiro de Lenin en Berna para leer la Ciencia de la Lógica. Quiero pensar que quizás Lenin sospechaba que hay algo como una fuerte debilidad en la dialéctica hegeliana. Algo que, al final, parece reírse del idealismo y del materialismo. Si el dogma idealista se resume groseramente en la idea como dispensadora de forma y de sentido, y el materialismo responde, no menos groseramente, con el axioma de la existencia de un ser o una realidad sustancial independiente y exterior al pensamiento y al lenguaje, entonces la dialéctica no puede asumirse de ningún modo como la verdad en el triunfo de alguna de esas posiciones sobre la otra. El conflicto dialéctico supone e implica el tercer lugar en el que la antinomia misma es dicha y planteada. Y ese tercer lugar, finalmente entendemos, ya estaba inscripto como daño en la unidad sustancial inmediata de las posiciones enfrentadas. Entonces más (o menos) que hablar del ser o del pensamiento, la dialéctica apunta siempre a problematizar la propia relación de exterioridad entre ellos. Al impasse de la antinomia ser/pensamiento entendida como simple exterioridad, tiende a dispararse, de modo habitual y casi automático, el planteo epistemológico: la verdad como captura reflexiva del ser por el entendimiento, la verdad como construcción de un pensamiento capaz de pensar al ser. Ambas posiciones son profundamente solidarias: suponen un encuentro ser-pensamiento y llaman verdad a ese encuentro. A esa alienación epistemológica la dialéctica responde de un modo mucho más radical y profundo: la verdad no es un encuentro ni una reconciliación, es (el saber de) el desencuentro, el daño y la falta. Su trazo no es el de una teoría del conocimiento, ni, mucho menos, el de una epistemología. La dialéctica siempre va a postular, y a descubrir, el daño constitutivo de cualquiera de las dos posiciones (ser o pensamiento) en la otra. Y eso, por lo pronto, le da al pensamiento un alcance conceptual diferente al del entendimiento reflexivo abstracto que se apropia de la realidad o de la cosa y la expone en el lenguaje, y le da a realidad (cosa, objeto) un alcance distinto al de una simple y asignificante existencia sustancial externa que se deja captar y exponer. Por un lado, entendemos que en el centro mismo del pensamiento hay algo que no piensa: el pensamiento inscribe en su núcleo, necesariamente, a la sustancialidad muda de aquello que no piensa: el ser. Y por otro, también entendemos que el ser ya pensaba, o quizás, mejor, ya sabía: en el corazón más profundo y eterno del ser ya estaba el pensamiento, el ser ya era una meditación, era una forma del saber. En otras palabras: el daño puro, la barra que antagoniza ser y pensamiento, ya estaba al interior del ser y al interior del pensamiento: cada uno el obstáculo y la condición de posibilidad del otro.

La dialéctica insistirá en esa relación pura (o en esa no-relación) de la que luego surgen o aparecen el ser o el pensamiento como cosas que se relacionan (es decir, como cosas que estaban ahí antes de la relación). La dialéctica se sitúa, desde el comienzo, en un punto de subversión de la intuición inmediata de una “realidad externa” y un “pensamiento interno”: plantea el problema un poco desconcertante de la exterioridad del pensamiento y de la interioridad de la realidad o la cosa, lo que no es ni más ni menos absurdo o delirante que decir exterioridad de la realidad o interioridad del pensamiento. Esa “exterioridad del pensamiento”/”interioridad de la realidad” quizá pueda decirse -espero- con una sola vieja palabra “leninista”: prácticas. Prácticas sociales. Sociales apunta en dos direcciones. En primer lugar, habla de prácticas colectivas o históricas, marcando su distancia con el asunto de las prácticas naturales de un individuo-especie que conoce el mundo -el sujeto cognitivo de las teorías (o las ciencias) del conocimiento, digamos. Por otro lado, y quizá lo más importante, sociales no sólo apunta al carácter colectivo de las prácticas, sino sobre todo designa actividades que organizan, socializan y crean conceptos y lenguaje (prácticas que subjetivan): en suma, prácticas históricas que crean realidad , realidad social (wirklichkeit). ¿y no es esto acaso lo que aprendemos del gran maestro del idealismo? Las prácticas no pueden ser entendidas, por tanto, como la simple actividad de transformación o humanización (trabajo) de un mundo natural que ya-estaba-ahí: ellas incluyen ya el carácter social, histórico o intersubjetivo de la abstracción hombre-trabajo-ser, son la mediación misma, son el construir y la construcción de una “escena” que opera y es operada por un lenguaje que permite decir (u obliga a decir) ser, naturaleza, mundo, y hombre, sujeto y trabajo, y que permite (u obliga a) vivirlos y pensarlos como opuestos u oponibles, proveerlos de sustancialidad, positividad y existencia, de límites, exterioridad, propiedades y atributos. Con esta perspectiva enfocada en las prácticas histórico-sociales, la realidad social, diríamos, no es una cosa pero tampoco es pensamiento (en el sentido abstracto-formal de la palabra), no es cultural ni natural, no es materia ni idea, no es cuerpo ni alma, no es base ni superestructura. Es precisamente, la distinción real, o, mejor quizás, lo real de la acción (o la práctica) misma de separar o distinguir (“la potencia absoluta”, dice Hegel): la tensión y el desencuentro de esas parejas, el daño de una en la otra que conduce a la aparición de ese tercer punto, que, desconcertantemente, siempre ya ha estado ahí: el sujeto, el lenguaje o el saber que permite decir el antagonismo.

(CRISE E CRITICA / revista latinoamericana de filosofía e política / volumen 1, número 1, 2017)

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